Nubes de invierno (1/52)

        “El suelo está frío.” Es lo único que tengo en la cabeza. El sol llama desde el otro lado de la ventana, demasiado tenue para cegarme. Y mientras mi mirada pasea por la habitación de escaso mobiliario, tocan campanas a medio vuelo en lo alto del torreón de la catedral.

“Mañana la misa de las 12 será distinta” reza la nota sobre la cómoda. Miro hacia la calle mientras tañen las últimas campanadas.

        De un clavo en la jamba de la puerta cuelga la ropa que he de llevar hoy, limpia y lisa. En apenas un momento estoy bajo la sombra del naranjo que antes veía desde arriba; parece que cuanto más se encala la corteza, más oscurece. La luz grisácea de las nubes de enero se cuela entre sus hojas y discurre entre mis dedos, mientras una brisa infantil intenta alborotarme el pelo. A ese rumor se suma toda voz que cruza de una calle a otra, en dirección a la plaza mayor:

-Ese era el hijo de la Juana, ¿no?

-No, el de la Juana se fue con el de la Pepita, este es el de tu vecina la Paca.

-¡Pero si al Alfredo lo he visto yo esta mañana salir con los perros al monte! Eso tiene que haber sido el de la Mari, la que tenía la tienda en la esquina de tu calle.

-¿El mayor?

-El mayor.

        Tras las dos viudas caminan, a paso acelerado, don Francisco y su mujer. Él lleva la delantera mientras ella se pelea con el primogénito, que prefiere los guijarros del suelo a las ceremonias formales.

-¡Venga, que vamos a llegar tarde como siempre! -dice al tiempo que se gira.

-Pues dile algo a tu hijo, que no para de agacharse. ¡Mira como tiene las rodillas! – señala ella, mientras le sacude el polvo de los pantalones al pequeño-. Al final saldrá a su padre y todo…

-Qué te gusta malmeter… ¡Pedro, me cago en dios, deja eso ya, coño! Y límpiate las manos que mira como te estas poniendo la cara de churretes…

        Sobre algún alféizar vuelve a oírse el llorar de un violín, entonando una danza macabra con más brío que a medianoche. Abandono la sombra del naranjo hacia la plaza donde no cabe un alma, mientras los gemidos del instrumento me envuelven; es inevitable que acelere el paso.
A mi alrededor las conversaciones son aún mas fugaces. Una mujer con un precioso tocado negro fuma a mi derecha.

-¿Y de quién dices que es el funeral que se celebra?

-Hombre, celebrar, lo que se dice celebrar...

-Qué ganas de quitarme ya los tacones. ¿Quieres? -ofrece a su interlocutora mientras enciende otro.

-Creo que es la hija del alcalde -masculla con el cigarro en la boca mientras la mujer del tocado se lo enciende.

        Tras girar la esquina, apoyados en la pared del bar, dos hombres sujetan sus jarras con los ojos entreabiertos.

-Eso sería la fulana esa que vivía cerca del molino.

-A esa se la cargó el marido a golpes hace tiempo. Tiene… -se interrumpe con un sonoro eructo-, tiene que haber sido el hermano del carpintero, que hace tiempo que no lo veo. ¿Cómo se llamaba?

-Yo que se. Yo me voy a por otra cerveza.

        Me cuelo entre la muchedumbre frente a la catedral, mientras dentro dan el pésame a la familia; ninguno suena genuino. “Debéis estar pasándolo fatal. Aquí vais a tener una amiga siempre”, “Es una gran pérdida para todos, se le tenía mucho cariño…” o “Lo siento muchísimo. No puedo imaginar la vida ahora que ya no está”.
El ataúd estaba ya cerrado cuando entré, y ahora lo llevan hasta el carro, que mira por la avenida principal hacia su destino. El grupo que lo sigue es considerablemente menor que el reunido en la ceremonia, y avanzan juntos en silencio, a un ritmo lento, constante, mientras los abetos se balancean entre la brisa y el viento, los que traen el olor a canto de jilguero y canario.
Apoyado sobre las tijeras de podar como si fuese un bastón, uno de los jardineros que cuidan los setos del cementerio charla con su compañero.

-¿Tú quien crees que es el muerto esta vez?

-Será el que va en la caja ¿no?

-Será.

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