Cuenta atrás (2/52)


        Fue desagradable, fortuitamente desagradable; sentir una hoja cortando limpiamente todo tejido desde la espalda hasta el pecho. Supongo que ofrecería una visión placentera. Macabramente placentera. Por desgracia para mí, yo estaba de espaldas, y mi visión fue distinta. La del cuello de mi camisa tiñéndose de rojo con la sangre que discurría a borbotones desde mi boca, concretamente.

        Tampoco es que fuese lo habitual. No puedo recordar la hora. No se debe a ningún caso de amnesia, es solo que el reloj del campanario se ocultaba tras la niebla montana. Aunque sí podía oír el segundero servir de metrónomo.

        Sé que era de noche. También sé que el alba aún quedaba lejos. Había oído incontables veces eso de evitar las noches de niebla espesa, pero este ha sido siempre un pueblo tranquilo; es grande, pero rezuma sosiego.

        “El gigante dormido de la comarca”, así nos conocía el resto del mundo. El abuelo decía que fue artificio de un poeta local: “Se hizo famoso cuando viajó a la capital. Pasó años allí, sin más contacto con nosotros que el recuerdo, y fue entonces cuando comenzó a publicar sonetos de cierta nostalgia. Puedes imaginarte cuál fue el que más conmovió al público.”

        Y lo cierto es que tenía razón, aquí nunca pasaba nada; la brisa que corría entre calles tenía cierto matiz, como la respiración de una madre en la hora sexta; no abundaban los bares, ni tampoco lo hacían las fiestas; los jóvenes que no viajaban se hacían pastores o agricultores y se mudaban más arriba, a la montaña; y los que dejaban de ser jóvenes… esos se amontonaban en corrillos de sillas frente a la puerta de cada casa, a compartir lo que tal o cual hacía.

        Pensaba en todo esto mientras apartaba con los pies los guijarros frente al banco de piedra. Si el pueblo parecía dormir durante el día, de noche creías visitar tumbas. El silencio era ensordecedor, y la niebla se iba espesando conforme avanzaba la madrugada, por lo que el reloj, con suficiente esfuerzo, permanecía visible. Me quedé mirándolo durante un minuto…, y otro…, y otro…
Me gustaba apreciar cómo el segundero oscilaba de lado a lado al caer sobre el seis, como un péndulo sin resistencias, como una plomada a peso; solo duraba un instante entre 59 iguales, pero era mágico.

        El paseo desde la oficina al parque era precioso. Matorrales silvestres encuadraban el patrón blanco-rojo de las losetas del suelo a lo largo de toda la avenida principal, intercalando árboles cada pocos metros. Formaba una espectacular bóveda de cañón viva y verde. Siempre me molestaba el hecho de no poder verlo de día, con los rayos de sol bailando entre las hojas, reflejándose en la humedad de la mañana de invierno. Era lo único que pasaba por mi cabeza durante las últimas horas de trabajo en la oficina. Quizá debería haber prestado más atención, no se por qué la palabra “desapariciones” no destacaría entre todas. Ahora que lo pienso, la estuve escuchando durante todo el día. La escuché camino a la oficina, la escuché al pasar por el bar, de boca de las cotillas umbrales, y de mi propia madre antes de salir de casa.

        Pero ahora ya no importa.
La vida es caprichosa, ¿verdad? Te levantas un día tras otro, vas de la cama al baño, del baño a la cocina, y de ahí vuelves al dormitorio a vestirte. Te atrapas en la rutina, y la línea que separa un día de otro se hace cada vez más borrosa, se difumina cada vez más mientras sueñas, sin saber muy bien si lo haces en vigilia. Callejeas rápido, automáticamente, y antes de que lo notes, ya has cruzado medio pueblo. Trabajas tus horas sellando folios, otras veces grapándolos, y de vez en cuando leyendo el mismo texto de siempre, solo para asegurarte que es correcto. Y justo en ese momento, ese único momento, en el que crees hacer lo que genuinamente deseas, algo tan básico como respirar…
Bueno, ya no puedes, y a alguien le toca limpiar la sangre del trozo de metal que te cruza el pulmón.

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