Caricias (3/52)


Nota: Hace unos días que vi "Deseando amar", de Wong Kar-wai, y quedé prendado tanto de su banda sonora como de su narrativa. Desde entonces llevo escuchando el tema de Yumeji una y otra vez, y parece que, en gran medida, me han influenciado a la hora de escribir este relato (es por esto que he saltado de la premisa 2 a la 47). Mi recomendación es que, si tienes dos horas libres, hagas palomitas y disfrutes de semejante obra maestra; este relato seguirá aquí esperándote. 
En caso contrario, te propongo que dejes el violín sonando y te sumerjas en las líneas que siguen. 


         Sostengo su pequeña muñeca entre mis manos. La articulo suave y constantemente. Me encanta cómo la piel se pliega más exageradamente cuanto más se aleja del pulgar. Es calma y fluidez; casi veo discurrir agua entre estos surcos. De nuevo, una profunda melancolía convulsiona. ¿Alguna vez has visto al abismo retorcerse? No es algo a lo que quisiera dedicar una mirada. Escondo la cara en su pecho. De nada sirve: habrá visto el humor en mis ojos, o en caso contrario ni lo habrá necesitado; posa su mano en mi cabeza, acaricio sus dedos entre mi pelo. El sonido se obstruye bajo una piedra en mi garganta, y permanecemos así: yo casi no respiro, mis brazos yacen a cada uno de sus lados, mientras asciendo y desciendo en su aliento; mi cabello es a su diestra lo que la arena húmeda, mi piel a su siniestra lo que el agua cálida. A ritmo de nana me voy apagando, y solo queda el rescoldo de un silencio agitado. El frío me invade, el sol no brilla, y estoy débil, a solas en una habitación vacía. Apenas me arrastro a través del pasillo, tras cada esquina, como vaga un extraño perdido en una casa ajena. Las plantas se fijan al suelo, y todo lo que se oye es la piel separándose rítmicamente de la losa, y el eco rebotando allí donde llega, proyectando mármol y carbón danzantes, como una sombra que titila tras el fuego de una vela. Por el balcón apenas entra la pobre luz anaranjada de la farola; siempre me han transmitido melancolía, siempre serán de la nostalgia el peor virus. Hoy odiaría que fuesen blancas. Sobre los barrotes negros de la baranda descansan desnudos sus brazos y, casi de puntillas, su cuerpo saluda a la caída. Mis manos encuentran su espalda, y se deslizan hasta que se cruzan sobre su ombligo; poco a poco me acerco. Va a resfriarse. Debería entrar. Sin separarnos, caminamos hacia el salón. Los pasos son pesados, son toscos y lentos, y ambos cuerpos se mueven entre vaivenes. Mentiría al decir que no lo encuentro, en cierto modo, cómicamente adorable. Se deja caer sobre el sofá. Yo, lentamente, me siento sobre su espalda. Recorro con mis dedos cada estría, dibujo figuras que no existen sobre su columna, y como si quiera borrarlas, paseo las palmas abiertas hasta acabar en sus hombros. Vuelvo a acurrucarme. Vuelvo a mojar su cuello. Hace fuerza hacia arriba, quiere levantarse; yo hago fuerza hacia abajo, no puedo moverme aún. Me pregunto qué estará pensando. Espero que no le moleste. Espero que no sienta mi cuerpo tan pesado como lo hago yo. Cada canto del reloj lo corea un sollozo, se entona una larga elegía para un auditorio vacío, que oirán solo los telones cayendo a peso. Las cuerdas del violín arden, una por una, cada vez más tristes y graves. La lumbre parte cada ascua en dos, y el escenario se tiñe de ceniza de arce. El concierto ha acabado, las luces se han fundido. Decido que ya he abusado bastante del apoyo, que debería moverme, y poco a poco, casi oyendo cómo se quiebran mis huesos que no son más que ramas secas, estiro los brazos. Se descubre una luz tras esa sonrisa a medida que se gira. Su voz sabe a ambrosía, un dulzor que se aloja bajo mi lengua; es martillo y cincel esculpiendo de nuevo un soporte partenónico, del mismo material que su mandíbula. En ella poso mis manos y la atraigo hacia mí, levanto el cáliz enjoyado del que he de beber. Mis piernas sobre sus muslos, sus brazos rectos sobre el sofá, con el pulgar repaso su sonrisa mientras aventuro la otra mano en el bosque tras su oreja. Susurra mi nombre. Quiero oírlo. Se intercalan nuestros labios, y jugamos; jugamos entre el néctar olímpico, clavamos sendas miradas en las contrarias antes de volver a la oscuridad a la que pertenecemos, al vacío del silencio nocturno, y pego su frente a la mía.

        No te vayas.

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