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Mostrando entradas de enero, 2018

Caricias (3/52)

Nota: Hace unos días que vi "Deseando amar", de Wong Kar-wai, y quedé prendado tanto de su banda sonora como de su narrativa. Desde entonces llevo escuchando el tema de Yumeji una y otra vez, y parece que, en gran medida, me han influenciado a la hora de escribir este relato (es por esto que he saltado de la premisa 2 a la 47). Mi recomendación es que, si tienes dos horas libres, hagas palomitas y disfrutes de semejante obra maestra; este relato seguirá aquí esperándote.  En caso contrario, te propongo que dejes el violín sonando y te sumerjas en las líneas que siguen.           Sostengo su pequeña muñeca entre mis manos. La articulo suave y constantemente. Me encanta cómo la piel se pliega más exageradamente cuanto más se aleja del pulgar. Es calma y fluidez; casi veo discurrir agua entre estos surcos. De nuevo, una profunda melancolía convulsiona. ¿Alguna vez has visto al abismo retorcerse? No es algo a lo que quisiera dedicar una mirada. Escondo la cara en su pecho.

Cuenta atrás (2/52)

        Fue desagradable, fortuitamente desagradable; sentir una hoja cortando limpiamente todo tejido desde la espalda hasta el pecho. Supongo que ofrecería una visión placentera. Macabramente placentera. Por desgracia para mí, yo estaba de espaldas, y mi visión fue distinta. La del cuello de mi camisa tiñéndose de rojo con la sangre que discurría a borbotones desde mi boca, concretamente.         Tampoco es que fuese lo habitual. No puedo recordar la hora. No se debe a ningún caso de amnesia, es solo que el reloj del campanario se ocultaba tras la niebla montana. Aunque sí podía oír el segundero servir de metrónomo.         Sé que era de noche. También sé que el alba aún quedaba lejos. Había oído incontables veces eso de evitar las noches de niebla espesa, pero este ha sido siempre un pueblo tranquilo; es grande, pero rezuma sosiego.         “El gigante dormido de la comarca”, así nos conocía el resto del mundo. El abuelo decía que fue artificio de un poeta local: “Se hizo fam

Nubes de invierno (1/52)

        “El suelo está frío.” Es lo único que tengo en la cabeza. El sol llama desde el otro lado de la ventana, demasiado tenue para cegarme. Y mientras mi mirada pasea por la habitación de escaso mobiliario, tocan campanas a medio vuelo en lo alto del torreón de la catedral. “Mañana la misa de las 12 será distinta” reza la nota sobre la cómoda. Miro hacia la calle mientras tañen las últimas campanadas.         De un clavo en la jamba de la puerta cuelga la ropa que he de llevar hoy, limpia y lisa. En apenas un momento estoy bajo la sombra del naranjo que antes veía desde arriba; parece que cuanto más se encala la corteza, más oscurece. La luz grisácea de las nubes de enero se cuela entre sus hojas y discurre entre mis dedos, mientras una brisa infantil intenta alborotarme el pelo. A ese rumor se suma toda voz que cruza de una calle a otra, en dirección a la plaza mayor: -Ese era el hijo de la Juana, ¿no? -No, el de la Juana se fue con el de la Pepita, este es el de tu vecina